Cristina, Alberto y la intriga del juego de tronos

10:29 | La pregunta es cómo se resolverá un doble comando que históricamente el peronismo no está dispuesto a aceptar.

The Crown, la excelente serie inglesa sobre la corona británica, cuenta las vicisitudes políticas de los primeros ministros hasta que son elegidos. Luego van al Palacio de Buckingham, inclinan la cabeza ante la Reina Isabel y escuchan la frase obligada: lo invito a formar gobierno. Es protocolo pero también un símbolo potente. La voluntad popular se respeta a rajatabla, pero la Reina no va a la casa del primer ministro sino que él va al Palacio, donde manda ella.

La Argentina acaba de acordar otro protocolo para un nuevo recambio presidencial. El presidente electo va a jurar ante la Asamblea Legislativa que ya estará presidiendo Cristina Kirchner. Según la Constitución, podía hacerlo Gabriela Michetti, vicepresidenta saliente, pero habrá un detalle: Cristina jurará antes que el Presidente.

En los símbolos que tanto parecen atraerle, Cristina vuelve al poder antes que el presidente -en el Vamos a volver, ella vuelve primero-, se pone a la cabeza del Estado y empieza a cobrar cada uno de los votos que siente propios.

Ella ungió a Alberto y ahora es en el ámbito que ella preside donde él no sólo va a jurar sino que recibirá de Mauricio Macri el bastón y la banda presidencial. Los atributos de mando no los recibirá en la Casa Rosada, donde mandará él, sino en el Congreso, donde ya estará mandando ella.

En la simbología kirchnerista -donde Perón ocupa un sitio de retaguardia- parece el mismo concepto de la rendición pero a la inversa. Si Cristina no quiso entregarle los atributos presidenciales a Macri porque lo sentía una capitulación personal, ahora asume primero para sentarse en el Olimpo y ver desde su trono triunfal cómo Macri "se rinde" ante ella y su elegido.

Ese Buckingham criollo y sin sangre azul es igualmente un símbolo potente.

¿El paso adelante de Cristina termina allí o marcará la impronta del gobierno que viene?

Gobernar afrontando la urgencia de los principales y más graves problemas argentinos requerirá más que la obsesión de una gestualidad para alimentar egos.

Los gestos son también las palabras. ¿Qué está diciendo Alberto cuando dice "Cristina y yo somos lo mismo", cuando habla de que "el gabinete ya casi está" mientras sale de la casa de ella  o cuando dice que "Máximo puede ser el próximo presidente"?

¿Es una sobreactuación para ganar impulso al comienzo y sacudirse el polvo de una década de duras críticas suyas a Cristina o un anticipo descarnado del alineamiento de un hombre cuya máxima ambición política consistía en pedir para sí la Embajada argentina en Madrid?

Su encrucijada es si entra el 10 de diciembre en la Rosada aferrado al fantasma de Néstor y la batuta de Cristina o si lo hace con la propia convicción de un tiempo nuevo, listo para saltar grietas y pensar un país inclusivo con impronta propia.

La pregunta es si habrá fricciones y cómo se resolverán porque, si bien ambos saben que en esta etapa necesitan del otro, no es menos cierto que históricamente el peronismo no acepta dobles comandos. Cuando Alberto dice “no me van a hacer pelear con Cristina de nuevo” no está diciendo que nadie lo hizo pelear antes. Se peleó solo cuando vio, según describió infinidad de veces, despotismo.

También cuando escribió, con la fortaleza de las convicciones más arraigadas, que sólo un necio podía negar las pruebas sobre el encubrimiento presidencial a los iraníes por la voladura de la AMIA. La presidenta era Cristina.

Uno de los funcionarios con procesamiento firme por aquel caso es Carlos Zannini, que ahora será el jefe de todos los abogados del Estado. Se lo puso Cristina.

Como una reina, ella también invita a formar gobierno. Pero pasa los nombres.

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